TORRE DE MARFIL

Isaac Newton y el año de la peste

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Félix Fojo, MD
Ex Profesor de la Cátedra de Cirugía
de la Universidad de La Habana
ffojo@homeorthopedics.com
felixfojo@gmail.com

Las pestes, las plagas, las epidemias y las pandemias son eventos trágicos que dejan por detrás grandes afectaciones económicas, muertes y huellas muy dolorosas en la memoria histórica y popular de la humanidad. Sin embargo, en algunos casos pueden tener algunos aspectos positivos o incluso pueden ocurrir en ellas acontecimientos que darán sus mejores frutos en el futuro. Así sucedió, por lo menos para las ciencias, en el año y medio –mediados del año 1665 y todo el año 1666– en que se desencadenó la denominada “Gran Peste de Londres”.

Esta epidemia, que mató a cerca de 100,000 personas solo en el área urbana de Londres (cifras estimadas porque los fallecimientos no eran de declaración obligatoria ni las estadísticas eran para nada confiables), fue la última gran plaga de peste bubónica ocurrida en Inglaterra hasta la fecha.

Entre junio y julio de 1665, la peste se había extendido por todo Londres y el éxodo de los que podían hacerlo comenzó sin falta. Veamos un ejemplo: el rey Carlos II, toda su familia y su corte completa, incluyendo los criados y guardias, huyeron (no lo informaban con esa fea palabra, claro está) inicialmente hacia Salisbury, al sur, pero la aparición de algunos casos en esta ciudad los obligó a retirarse apresuradamente –en una caravana de varias millas de largo– hacia Oxford, al este.

El joven Isaac Newton (1643-1727) estudiaba por ese entonces en el Trinity College, en Cambridge, y ni él ni su familia eran ajenos al peligro que corrían al estar relativamente cerca de Londres y sus periferias, el punto focal de la plaga. Recogieron entonces las cosas más necesarias y se retiraron a la granja familiar de Woolsthorpe Manor, unas 60 millas al noroeste de Cambridge y en pleno campo.

Woolsthorpe Manor, una finca rústica pero provista de las comodidades de las clases de ingresos elevados propias de la época, ofrecía al joven Newton un lugar tranquilo donde poder pensar y trabajar sin mayores interrupciones en sus múltiples intereses matemáticos y físicos. Nada hay más tranquilizador para un joven intranquilo que el miedo a morir de algo tan inesperado como una epidemia.

Pues bien, a falta de otros entretenimientos en su exilio campestre, Newton se enfrascó en el estudio de la luz (la óptica física) y en algunos problemas matemáticos que le venían atormentando desde hacía por lo menos un par de años. Otro aspecto científico que le ocupó en ese espacio de tiempo fue el de la formulación matemática de la que sería posteriormente la ley de la gravitación universal.

Pero algo muy importante le faltaba: la herramienta matemática para poder formularla; y esa herramienta era el cálculo. ¿Qué hizo Newton ante semejante obstáculo? Pues algo que en apariencia resultó muy fácil para él: inventó en unos pocos meses las herramientas matemáticas que necesitaba para explicar sus teorías físicas. Hacia el final del año 1666, Newton había desarrollado de forma minuciosa nada más ni nada menos que el cálculo diferencial e integral y, de paso, la geometría analítica.

Pilares necesarios, ambas cosas, de lo que permitiría después desarrollar su ley de la gravitación universal, las leyes de la dinámica y la escritura de esa obra fundamental de las ciencias de todos los tiempos que es la Philosophiae naturalis principia mathematica.

Ese año, 1666, para muchos un año del maligno (666), el terrible año de la peste, fue el annus mirabilis de Sir Isaac Newton. Y para el futuro de las ciencias también.

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