SALUD MENTAL

La salud mental:

Aspectos psicológicos
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Miguel González Manrique, MD
Profesor, Departamento de Psiquiatría, Recinto de
Ciencias Médicas, Universidad de Puerto Rico

Reconocemos la salud cuando la perdemos; mientras la poseemos, la llevamos inadvertida como algo dado o regalado, como una invisible aura, difícil de apreciar y de concientizar.

La Organización Mundial de la Salud la define como “aquel estado de bienestar completo, físico, mental y social, así como la ausencia de enfermedad”. Sin duda un estado de dicha, fortuna y plenitud; requisito necesario para la felicidad y para la realización óptima de lo humano. No es suficiente lo que se habla acerca de cómo se logra y se mantiene para que la gente se cuide y más sabiendo que muy pronto será, junto a sobrevivir, el objetivo prioritario de la Humanidad.

La salud mental, a su vez, resulta de la constante expresión de la psicología del individuo y de la de su colectivo, entrelazada con los procesos neurobiológicos, genética y evolutivamente determinados, y en interacción perpetua con las fuerzas socioculturales y ambientales.

Intentamos presentarles en este escrito un ente saludable en lugar del enfermo. Utilizando el modelo epigenético, mostramos el origen y punto de partida ideal e imprescindible para el desarrollo ulterior de los aspectos psicológicos saludables, que son representativos de los logros obtenidos en cada etapa del desarrollo y determinantes para la salud mental.

Comienza flotando sumergido/a en las tibias aguas placentarias y placenteras, germinándose aquellos genes otorgados; para bien o para mal. Nacer es nuestro Primer Gran Triunfo, celebrado con amor y ternura en el regazo de una cariñosa madre y –en muchos casos– un atento y orgulloso padre. Vínculo permanente en el que se nos infunden la confianza y la seguridad indispensables para crecer saludables. Con ellos pasamos de la simbiosis a la diferenciación, luego por la individualización para finalmente lograr la autonomía. En el bautizo, primer rito de celebración y bienvenida, conocemos a nuestra familia. Ellos nos dan un nombre con una identidad de inicio y nos sentimos pertenecer. La buena cuna con sus esmeros donde lo que recibamos será lo que luego podamos ofrecer. Y más importante aún, obtenemos una visión optimista para existir y vivir el resto de nuestras vidas.

Luego a la escuela, donde abandonamos a Narciso para ser como los otros y en conjunto con la familia, seremos educados en el conocimiento y en los buenos hábitos y costumbres que serán los medios para lograr la sana convivencia. Aprendemos a sublimar, posponer gratificaciones, controlar nuestros impulsos y responder en forma apropiada y adecuada a la realidad. También disciplina, valores, principios y creencias. Todo lo que debe hacer el individuo en beneficio de los demás. A lo que Freud llamó el Superyó; es decir, lo que está y se impone sobre el Sí Mismo. Y con él, surgen las llamadas virtudes como son la disciplina, el orden, la perseverancia, la tolerancia, la paciencia, la nobleza, la obediencia, la generosidad, la responsabilidad, la lealtad y la amistad, entre muchas otras, que serán necesarias para una colaboración colectiva y para superar nuestro mayor impedimento: vivir en armonía con los demás. Este será nuestro Segundo Gran Triunfo.

En la adolescencia, pasamos por la metamorfosis de nuestras vidas. Introyectamos y hacemos parte de nosotros, los ideales que nos ofrece la sociedad con los que iniciamos cambios que gradualmente nos transforman en los modelos que inspiran a otros. Respondemos a la necesidad de redefinirse, gustarse y ser independientes y diferentes. Nos lanzamos a la aventura de la vida con optimismo, gran ambición y la seguridad de encontrar lo que en ese momento nos falta: la plena realización. Es una etapa crucial en nuestra vida. Definitoria para nuestra identidad, lograr la capacidad para amar y ser amado, así como definir y emprender nuestra vocación. Con ella entramos y nos hacemos parte de la población adulta que mueve y aporta constructivamente a la humanidad.

Y así, libres de contaminantes tóxicos, dependencias, traumas residuales, conflictos y otros arrastres, dedicaremos –con entusiasmo, disfrute, cariño y sensatez– el resto de nuestras vidas a generar los bienes materiales y espirituales necesarios para la evolución de nuestra especie. La energía motriz para lograrlo será la permanente búsqueda del amor y la felicidad, ambas efímeras y transitorias, pero cuyo disfrute intermitente bien justifica su consecución. La unión a otro/a y su vínculo libidinal suelen ser suficientes para un lanzamiento conjunto hacia un futuro de colaboración y compromiso. Nos acompañamos en la intimidad complementándonos con el otro, maximizando nuestras fuerzas en la unión.

Cultivamos la familia (con todo y con su precario equilibrio) como el más efectivo vehículo de transmisión y construcción social. Y para poder dirigir –en colaboración con otras instituciones– a sus constituyentes hacia un colectivo de bienestar y desarrollo superando las fuerzas disolutivas del individualismo, egoísmo, ignorancia, desigualdad y pobreza.

Al hablar con envejecientes saludables, pareciese que la calidad y el estilo de vida, junto a la longevidad, van asociadas a la Salud Mental. Con la madurez, la sensatez y la sabiduría, llega el tiempo de disfrutar, de cosechar y de reinvertir lo acumulado en las nuevas generaciones.

En gratificante contemplación, veremos en otros lo que con tanto esmero y sacrificios logramos y nos debe hacer sentir profundamente satisfechos de haber vivido, de lo que somos y de poder servir de ejemplo e inspiración. Dar con entusiasmo y bondad y ver la alegría provocada en el otro son los goces equivalentes a un renacer en la vejez. Este es el Tercer Gran Triunfo y la esperanza de todos.

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Corriendo por la playa. 1908. Óleo sobre lienzo, 90 cm x 166,5 cm. Museo de Bellas Artes de Asturias.
Joaquín Sorolla y Bastida (1863-1923, Valencia, España). Pintor de las buenas costumbres colectivas y ambientes de sana y radiante felicidad. Maestro de la luz, el movimiento y el aire.
En su obra Corriendo por la playa capta la vitalidad espontánea y alegre en el juego, un contagioso disfrute que nos disuelve en el “nosotros”. Un instante fugaz de libertad, plenitud y felicidad en el flujo de la vida.
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