La verdadera medicina se aprende en la práctica

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Iván Figueroa Otero, MD, FACS, FAAMA
Cirugía Pediátrica, Acupuntura Médica, Medicina Tradicional China, Medicina
Anti-envejecimiento.
Oficinas Medicas del Hospital San Jorge
787-728-6032
figuero@prtc.net

Pasó mucho tiempo antes de que yo pudiera entender, el origen de la sensación de tristeza –además de la natural alegría– que sentí el día que me entregaron el diploma de médico, en 1970. Este artículo explica el misterio de esa paradoja.

Aunque la razón frecuente que motiva usualmente al joven a estudiar Medicina es aprender a ayudar al ser humano a curar sus enfermedades, cuando ya hemos pasado por esa y otras experiencias, sabemos que las razones específicas individuales pueden ser muy variadas. Estas pueden pasar, desde el extremo del idealismo irracional hasta el pragmatismo menos llamativo. En la lista figuran: la tradición familiar, la búsqueda de la cura de alguna enfermedad que terminó con la vida de un ser querido, un libro motivacional de la vida de un médico, la búsqueda de mejorar el estilo de vida de su crianza, la búsqueda del reconocimiento asociado a esta profesión o un deseo de servir a las comunidades con condiciones económicas más desventajosas, entre muchas otras posibilidades. Pensábamos ingenuamente que a partir del momento en que nos entregaran nuestro diploma y firmáramos con nuestro título, obtendríamos toda una gama de atributos especiales que nos asegurarían una vida plena que llenaría todas nuestras necesidades.

Como he dicho en un artículo previo, el paciente responde más al arte de la Medicina que a la ciencia, porque la relación o vínculo de respeto, credibilidad, confianza, empoderamiento y sensibilidad que establece el médico con su paciente es el acto terapéutico más efectivo y, a pesar de ello, menos enseñado en la etapa de estudios académicos.

Muchas veces, conocemos y sabemos cómo curar los síntomas de las enfermedades pero no siempre podemos entender el proceso de enfermar. Esto incluye el proceso mental y emocional sobre el enfermo, como el miedo y la inseguridad que embargan al paciente anteuna condición catastrófica que puede incapacitarlo en forma temporal o permanente.

Así, con frecuencia, lo que más educa al médico sobre la enfermedad es pasar por esa experiencia o verla en un ser querido y sentir las limitaciones que se tienen. Esas experiencias, a veces lamentables, suelen ser muchas veces “los mejores profesores”. Luego siguen, en ese orden de importancia, las experiencias de nuestros pacientes niños y sus padres, al ver la valentía y gallardía con que afrontaban sus vicisitudes y que a veces hasta nos consolaban cuando sentíamos que no habíamos tenido éxito.También, fueron muchos los profesionales de la salud que tuvieron paciencia durante las primeras guardias nocturnas, ayudando o apoyando ante la falta de experiencia e inseguridad y ante lo difícil que se nos hacía tener que aceptar sus consejos.

Reconozco personalmente que fueron todos estos “profesores” quienes me hicieron comprender, durante más de cuatro décadas practicando, que el médico no se hace en la escuela, sino más bien que se hace en el camino de aprender el arte de la medicina a través de toda una vida: un proceso infinito e incesante, que no depende solo de cuánto leamos o de cuántos cursos llevemos, sino más bien de nuestra disposición y apertura a seguir aprendiendo de todo ese intercambio incesante que es la relación médico-paciente.

Finalmente, al recordar esa sensación de tristeza el día de mi graduación, encuentro su origen: recién estaba empezando a entender lo que realmente era un médico y que aún me faltaba mucho camino que recorrer.

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