SALUD MENTAL
Los conflictos
Todos aspiramos a vivir en un agradable y armonioso intercambio de reciprocidad con el otro. Incluso, para muchos esto es la felicidad. Sin embargo, en las interacciones sociales del diario vivir, inevitablemente surgen controversias polarizantes, donde los opuestos se enfrentan y, al chocar, generan un conflicto al que no siempre las partes le pueden encontrar una solución de cortés mediación. Actitudes egocéntricas contribuyen a su instauración convirtiendo al que difiere en oponente y luego en adversario. El conflicto se experimenta como la coexistencia simultánea de posiciones ideológicas y emocionales contrapuestas, muchas veces desagradables y difíciles de manejar. Se siente una tensión que tenemos que procesar e intentar disipar individualmente. Su intolerabilidad es indicativa de nuestra vulnerabilidad.
Mientras el conflicto se mantiene externo, tomará las características propias de la situación conflictiva y será representado por las posiciones y deseos antagónicos entre las personas. Cuando lo hacemos parte de nuestro yo, pasa de ser un evento situacional externo a uno psicológico personal. Cuando el conflicto se introyecta y se internaliza, el individuo lo hace suyo y parte de su estructura psíquica, lo que le añade mayor dificultad a su resolución. Ahora tiene que prevalecer el conflicto interpersonal y el yo tendrá que resolver el intrapsíquico por sí mismo, sufrirlo indefinidamente o buscar ayuda. De prolongarse en el tiempo, su resolución se hace más compleja y complicada pues lo externo introyectado toma vigencia autónoma convirtiendo a la “psiquis” en un campo de batalla continuo y sin tregua, y a un costo emocional impredecible.
Hay conflictos “heredados” al nacer, como aquellos existentes entre los padres y la sociedad. En estos casos, los hijos participarán del conflicto en alianza con sus padres, como podría ocurrir con padres del mismo sexo o hijos fuera del matrimonio o de padres cumpliendo condenas de cárcel.
Un conflicto intrapsíquico también puede ser generado “sui generis” por experiencias propias durante las etapas en el desarrollo personal donde los opuestos quedan representados en su estructura psíquica, como puede ocurrir con la fijación de un deseo y su prohibición simultánea, así como con las emociones que resulten del mismo, como podrían ser la culpa y la vergüenza. Dependiendo de su magnitud y duración, pueden incluso formar parte de su carácter y personalidad, y vivir con una controversia psicodinámica interna y silente. Por ejemplo, el conflicto o complejo de inferioridad o el de superioridad resultante del intento de resolver el anterior.
Existen conflictos originados durante la infancia con potenciales efectos devastadores en la familia. El bíblico entre Caín y Abel, y conocido en la Psicología como el de la rivalidad entre hermanos, divide y polariza disfuncionalmente los vínculos familiares desarrollando un clima emocional fluctuante entre el amor y el odio y que, en su grado más extremo, culmina trágicamente. Se origina con el deseo de tener la exclusividad del amor materno y/o paterno. En ocasiones se precipita con el nacimiento de un hermano(a). Los hermanos no aceptan ni toleran la repartición del amor, considerándola injusta sin percatarse de que nunca habrá equidad cuando se desea tenerlo todo. Se establece la competitividad por poseer objetos, beneficios y privilegios muchas veces infantilmente caprichosos, la cual se torna desleal, añadiéndose otro conflicto, el de lealtad. Vivir con sentimientos de envidia y celos hacia un ser querido resulta devastador para el sujeto y para toda la familia. Muchas veces, luego de mantenerse suprimido por muchos años el conflicto, resurge en un pleito de herencia, desarticulando permanentemente a la familia quedando solo culpa, vergüenza y dinero.
Parecido conflicto es el de Edipo, descrito por Freud y central en su teoría de las neurosis. Coincide con una etapa normal y obligada en el desarrollo psicosexual infantil (etapa fálica, según Freud). El niño(a) se aferra afectiva y posesivamente al progenitor(a) del sexo opuesto, deseando su atención, cariño y amor con exclusividad incondicional mientras teme al progenitor(a) del mismo sexo y lo convierte en su rival por el mismo amor. Y esta es la incómoda situación conflictiva donde, por un lado, se desea y, por el otro, se teme, antagonizando a las personas más queridas y necesarias y viviendo una culposa y dolorosa existencia. Su resolución es imprescindible para el desarrollo emocional saludable. El mismo Freud nos dice: el complejo de Edipo sucumbirá a su propio fracaso como resultado de su imposibilidad.1 Es decir, renunciando al mismo y sublimando vicariamente. De prevalecer y perpetuarse, genera la conducta neurótica repetitiva, reproduciendo en sus relaciones afectivas el conflicto una y otra vez, resultando en insatisfacción, culpa y frustración.
El conflicto con la autoridad es otro de origen infantil. Durante el entrenamiento para que el niño(a) logre el control de sus esfínteres (etapa anal, según Freud), las transacciones o “forcejeo” paterno filial dejan su huella definiendo rasgos caracterológicos futuros. Los progenitores imponen las reglas de conducta en sus hijos vigilando su cumplimiento y castigando su desobediencia. El niño(a) que introyecta estas reglas las hace parte de su código de conducta social. El resto de su vida se enfrentará a las normas establecidas con un funcionamiento adaptativo a ellas, considerándose una de las fortalezas funcionales de su ego. Durante los años escolares primarios y en la adolescencia, la protesta rebelde suele ser la manifestación normativa y adaptativa. Se convierte en conflicto cuando se repiten situaciones de injusticia, discriminación, humillación y menoscabo de la autonomía. Se desarrolla entonces una conducta oposicional de resistencia ante cualquier autoridad, como es la agresión pasiva, el reto clandestino y la procrastinación, formando parte de su personalidad. El conflicto también puede manifestarse con personas no relacionadas con su origen. Utilizando el mecanismo del desplazamiento, se transfiere el conflicto hacia otra persona. Suele manifestarse en ambientes laborales (con el supervisor) y frecuentemente termina en un litigio legal cuando desafortunadamente se enardece el conflicto.
Tener el poder es ejercer dominio y control sobre otros. El conflicto de lucha por el poder surge cuando las partes lo desean y compiten por poseerlo con exclusividad, en lugar de compartirlo. Ocurre en todas las relaciones humanas, en particular cuando están en juego la territorialidad, el liderato, la toma de decisiones, las posesiones y las jerarquías en los grupos sociales y sus instituciones. El matrimonio y la familia son ejemplos vivos donde existe una negociación o imposición constante del poder. En la intimidad amorosa, se juegan el poder y la pasión simultáneamente. El buen sexo requiere confianza, seguridad, entrega y reciprocidad; elementos de libre elección y no por imposición para su ejecución. En las relaciones institucionalizadas, el poder se normaliza2 definiendo los roles interactivos “a priori” donde las partes y la sociedad los acepta y valida, invisibilizando sus aspectos conflictivos. De esta forma, se minimiza la posibilidad de iniciar el conflicto. Esto ocurre en la relación médico-paciente, en la que el médico tiene la gran responsabilidad de hacer buen uso del enorme poder otorgado y que ejerce. Tiene el poder para inquirir e interpretar lo más personal, diagnosticar, tratar, medicar, hospitalizar, incapacitar, actuar y opinar pericialmente, intervenir con la familia, establecer sus honorarios y administrar y negociar su práctica profesional. Para lograr un resultado terapéutico óptimo, debe mantener su autoridad basada en evidencia científica actualizada y una relación en cordial confianza y libre de interés personal conflictivo. Según Foucault, al ejercer el biopoder el médico administra, promueve y mantiene la calidad de vida y la salud.
No existe una vida de relación social libre de conflictos. La solución adaptativa más saludable requiere una constante negociación con uno mismo y con el otro, basada en la buena voluntad de compartir y colaborar, aun cuando el otro no piensa como tú. El psicoterapeuta, con paciencia y perseverancia, puede ser un efectivo mediador en este proceso en alianza con las fortalezas que posea el yo del paciente.
Referencias
- Freud S. El Final del Complejo de Edipo, 1924, Vol. 2; p. 501. Obras Completas, Editorial Biblioteca Nueva, Madrid 1968.
- Foucault M. La Voluntad del Saber. Tomo 1 de La Historia de la Sexualidad. Primera Edición, México DF, Siglo 21 Editores.