Aura bacteriana
(Personal microbial cloud)
Un pequeño grupo de tres jóvenes estudiantes de Medicina y otras facultades, completamente sanos, de ambos sexos y vestidos con pijamas de papel estériles, estuvieron sentados en sillas metálicas recubiertas de plástico, numeradas y separadas entre sí, conversando, tomando solo agua en botellines personales y viendo programas musicales y de deportes en la TV. Se les pidió que no ocurriera el menor contacto físico entre ellos y se evitaron cuidadosamente las posibilidades de que gotitas de saliva o secreciones nasales viajaran de uno a otro.
La temperatura del recinto donde se llevaba a cabo el experimento se mantuvo perfectamente controlada y el grupo permaneció allí durante unas cuatro horas. Era una amplia y cuidadosamente limpia dependencia de la cámara climática del Laboratorio de Energía, ubicado en el campus de la Universidad de Oregon, en Portland. Para evitar la entrada de partículas del exterior, se creó un medio de mínima, pero eficiente presión positiva. Luego, después del tiempo previsto, pasaron todos a una estancia anexa para proseguir con el experimento.
La idea básica del estudio consistía en que un equipo de investigadores, que desconocían la ubicación de los estudiantes en los asientos numerados, determinara dónde había permanecido cada uno de ellos en las anteriores cuatro horas.
Dicho así, puede pensarse que los investigadores utilizarían las huellas digitales, seguramente impresas en los brazos de las sillas, el ADN o quizás algún tipo de prueba odorífera, partiendo del hecho de que cada persona huele de forma propia, cosa que saben muy bien las mascotas caseras.
Pero no. El estudio, llevado a cabo por el equipo del profesor de microbiología ecológica James F. Meadow y sus colaboradores en el Biologic and the Environment Center de la Universidad de Oregon, USA y publicado en la revista Microbiology (22 de setiembre de 2015), buscaba –y los resultados fueron exitosos– ubicar el lugar ocupado por los estudiantes mediante la secuenciación genética de la nube bacteriana que habían cedido al espacio circundante durante el tiempo del estudio.
Se demostró así que las bacterias provenientes de seres humanos jóvenes y sanos procedentes del mismo entorno son más o menos las mismas, pero que su proporción, densidad y su interrelación son las que varían significativamente de una a otra persona. Los tres jóvenes cedieron al ambiente cepas de Citrobacter freundii, Corynebacterium riegeli, Corynebacterium simulans, Corynebacterium amycolatum, Dietza maris, Facklamia ignava, Peptoniphus ivorii, Streptococcus oralis, Staphylococcus epidermidis, Anaerococcus prevoti, Lactobacillus crispatus, Dolosigranulum pigrum, Leuconostoc gelidum y unas 10 o 12 especies más.
Pero lo interesante no estaba en los hallazgos microbiológicos, por demás esperados, sino en sus cambiantes proporciones y densidades, tan distintas que permitieron ubicar el lugar que ocuparon sus portadores con toda facilidad. El experimento se repitió una semana después, con otros tres sujetos y el mismo éxito. Con el tiempo se elevarían a 11 los voluntarios implicados y, en todos los casos sin excepción, se pudo definir claramente la nube bacteriana personal que los caracterizaba.
En la revista Science (29 agosto de 2014) ya se había publicado la investigación del profesor Simon Lax y colaboradores demostrando que las familias llevan consigo sus nubes bacterianas cuando cambian de casa. Una nube que persistía por un cierto tiempo en el hogar dejado detrás para luego cambiar al de la siguiente familia ocupante.
Estos hallazgos, importantes desde el punto de vista epidemiológico e incluso desde la perspectiva forense, muestran que cada ser humano (y cada animal) posee varias firmas, entre ellas la bacteriana.