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SALUD MENTAL

Nuestros muertos

Miguel González Manrique, MD

Miguel González Manrique, MD
Profesor, Departamento de Psiquiatria, Recinto de
Ciencias Médicas, Universidad de Puerto Rico

Los grabados de José Guadalupe Posada (1852-1913) hacen con la muerte lo que hace el inconsciente, la niega, no la reconoce; parece decir “nos es imposible imaginarnos muertos”, lo cual es una profunda verdad. Sus muertos están tan “vivos” como los vivos; hacen lo mismo, bailan, beben, celebran, se divierten y disfrutan la vida. Son los mismos actores de nuestra cotidianidad. Se “con-vive” con ellos. El artista, intérprete y mensajero de las clases populares, toma sus valores y creencias y se las devuelve pulidas y concretas en una imagen para que el pueblo las retome y construya una cultura y una identidad para su futuro. Y así ocurrió.

Y así decimos espontáneamente “pasó a mejor vida” o “se fue a la otra vida” y hablamos de la resurrección de los muertos a la vida eterna, de la transmigración de las almas, de la continuidad de los espíritus y de la reencarnación. Sí, habla nuestra necesidad por la inmortalidad, finalidad última a la que aspira el ser humano ante el término de su existencia: liberarse de su pasado y abrirse a la posibilidad de otro comienzo para seguir viviendo. Solo el espíritu y el alma superan la muerte, deshaciendo ese final temido y ofreciéndonos una tranquila pero insípida compañía.

La pandemia nos ha dejado huérfanos en una sociedad de la sobrevivencia. Nos ha impuesto el doloroso desprendimiento social rompiendo los vínculos de intimidad, perdiendo las actividades grupales, las celebraciones y los rituales, que son los solventes del ego individualista y el alimento para nutrir al colectivo y al bien común.

Ahora estamos de luto por la “comunidad perdida”, recreando y añorando su memoria para no olvidarla. Hemos quedado suspendidos entre los sobrevivientes queridos y nuestros muertos, quienes son la resonancia afectiva de nuestro pasado, la memoria que alimenta nuestro presente, la herencia de nuestros logros y virtudes y de nuestros sueños y carencias. Los sentimos en lo más íntimo, hablamos con ellos, viven dentro. Los necesitamos para seguir viviendo.

Por fortuna existe la necrópolis o la ciudad de los muertos de los griegos, renombrada por los cristianos como cementerio o “dormitorios”, estadía temporera en la que se despierta a la vida eterna. Allí los podemos visitar en sus viviendas del más allá; nichos, capillas, panteones, sepulcros y fosas comunes (donde le tocó irónicamente a Posada). Lugar con tantos nombres y múltiples significancias. Espacio para enterramientos (símbolo de cierre, fin y clausura) y exhumaciones, ese doloroso y asombroso encuentro con lo que resta, vestimentas y osamentas que hablan por sí mismas y que guardan tantos secretos de sus antepasados más lejanos. Espacio para encuentros, reencuentros y despedidas. Entre la continuidad y el punto final, entre la fe y la esperanza. Lugar para soliloquios y diálogos; para la reconciliación, el perdón y la expiación. Espacio de aferramientos y desprendimientos, zona ambigua entre la vida y la muerte, entre el deseo y lo consumado, entre el recuerdo y el olvido, entre la realidad y la fantasía, entre ilusiones y apariciones y, sobre todo, es el espacio “de-constructivo” para el Amor. ¿Existió o fue una ilusión? ¿Vivirá o también muere? ¿Lo enterramos o lo cultivamos? ¿Qué nos dejó? ¿Con qué nos quedamos? ¿Dónde lo ponemos? ¿Lo guardamos con sus pertenencias, sus cosas de vivir? o ¿le construimos un santuario para ofrecerle lo mejor del resto de nuestras vidas?

Nuestros muertos no solo viven en el cementerio, también reúnen a un grupo de vivos, a una comunidad, a un pueblo, en un solemne rito fúnebre para celebrar la despedida. Esta cobra un valor de acción colectiva que sobrepasa la representación sumativa de sus participantes e incluso la del protagonista, aquel que agonizó su propia muerte y por quien todos celebran. Ella pasa a ser un acto de reafirmación que fortalece los vínculos de solidaridad y los valores compartidos. Son expresiones no solo de resistencia ante los cambios con los tiempos y pandemias (cremaciones) y de las nuevas tendencias en los estilos de vida breves e instantáneos, sino formas de construir y reforzar una cultura que ha servido bien a sus individuos y cuyos intereses buscan preservar y conservar.

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La mejor forma de llegar a la última morada es ir acompañado en lenta procesión y cargado al hombro por los dolientes amigos y familiares, balanceado en un paseo místico a un paso rítmico y armonioso, como una danza silenciosa. Como si se tratase más de un vivo que de un muerto, como posesión y pertenencia compartida equitativamente, sudando un orgullo solidario a las dos de la tarde y después de un aguacero.

Y allí, frente al sepulcro, con su lápida blanca todavía, se acomodan espontáneamente y a distancias que hablan por sí solas, los menos desprendidos y los más aferrados. Ante la clausura final, rompe el verdadero silencio sepulcral una voz temblorosa con un “estamos aquí reunidos…”, como salmo laico comunitario y voz de todos. El duelo, tal vez el más solemne de los discursos, porque en él no solo hablamos de la vida del otro que se nos fue; hablamos de la vida que se nos irá. Es nuestra apología dirigida al ideal propio; alabanza, defensa y disculpa. Es el duelo por todos los presentes.

Condolencias, pésames, besos y abrazos de mutua consolación, que duelen y alivian a la vez, que acercan y reafirman nuestros buenos sentimientos; último regalo que nos deja el muerto. Dolorosos llantos, gemidos y suspiros contenidos irrumpen el campo santo. Densas lágrimas cargadas de intensas emociones son derramadas, llanto de todos que hace más liviana la tarde. Comienza el doloroso descenso de Hades. El agua bendita que lanza el cura nos acaricia cual llovizna celestial. Una flor cae sobre el féretro, como tirada por todos, y antes que la cubra la tierra, también cae nuestro sentido de desprendimiento. Ese adiós a distancia que marca la ausencia que nos acompañará de ahora en adelante.

Pero también nos acompaña, de regreso a la vida, un sentido de liviandad luego de haberse compartido el pesado dolor entre todos; entre quienes se marchan profundamente satisfechos por haberle ofrecido una buena despedida, por haberlo acompañado hasta el último de sus momentos. Ahora todos regresan a sus asuntos de vivir con algo añadido que de momento no pueden definir, un sentido de logro, de plenitud, de satisfacción y de realización colectiva. El haber completado y finalizado algo en común y al unísono, la inexplicable magia de celebrar juntos un ritual que trasciende el tiempo y el lugar, y que nos deja un fragmento de eternidad para un nuevo comienzo.