TORRE DE MARFIL

La gota

Félix Fojo, MD

Félix Fojo, MD
Ex Profesor de la Cátedra de Cirugía
de la Universidad de La Habana

ffojo@homeorthopedics.com
felixfojo@gmail.com

En la primavera del año 1568, Felipe II, el monarca del “Imperio donde no se ponía el sol”, sintió un dolor intenso en su mano derecha. En pocos días su mano estaba hinchada, enrojecida y era incapaz de soportar la pluma de ganso para la firma de documentos. Al descartar un traumatismo, los médicos del rey se inclinaron, unánimemente, por el diagnóstico de una gota.

De aquí en adelante, y durante los 30 años siguientes, hasta 1598, año en que falleció, Felipe II vivió un verdadero calvario que destruiría sus articulaciones, le amargaría la vida y es probable, incluso, que haya tenido que ver con algunos errores importantes de su gobierno, sobre todo en las guerras de Flandes.

Pero Felipe II no era una excepción. Carlos V, su padre, y Maximiliano de Austria, primo del emperador, padecían también de gota, al igual que la habían padecido varios emperadores romanos, Hierón, el tirano de Siracusa en el siglo V a. C., el rey inglés Enrique VIII y un poco más tarde Isaac Newton y Benjamín Franklin. O como se decía entonces: una enfermedad de reyes y de personas importantes.

Hipócrates fue el primero en estudiar la gota con detenimiento y dejó sobre la misma una serie de aforismos que siguen teniendo algún valor hoy. “Los eunucos no se hacen gotosos ni llegan a ser calvos”, “El niño no tiene gota antes de que haya practicado el coito”, “La mujer no llega a ser gotosa hasta después que la regla haya desaparecido” o “Las afecciones gotosas se ponen en movimiento en primavera y en otoño”.

El término gota fue introducido en el siglo XIII y viene del concepto, un poco simplista, pero lógico, de que debía existir un veneno que se introducía en el cuerpo del enfermo gota a gota. Pero el que convirtió a la gota en una enfermedad clásica, partiendo de sus insuperables descripciones fue el médico inglés Thomas Sydenham, en el siglo XVII.

La descripción clásica y tan común de que la gota es una enfermedad de personas pudientes, casi siempre del sexo masculino, corpulentas, de mediana edad, sedentarias, que beben vino o cerveza en abundancia y que son amantes de la buena mesa, sobre todo de las carnes rojas, los pescados, las alubias, los caldos y los espárragos, y que suelen complicarse con diversos problemas cardiovasculares, del azúcar en sangre y renales, además del empleo del Colchicum como tratamiento, se la debemos a Sydenham.

En 1776, el sueco Scheele descubrió el ácido úrico como componente de un cálculo renal y lo relacionó con la gota (nefropatía por urato). En Londres fueron Wollaston en 1797 y Pearson, en 1798, quienes demostraron la presencia de uratos en los tofos gotosos y, en 1854, Baring Garrod finalmente señaló y demostró en su laboratorio el exceso de ácido úrico en la sangre de los enfermos de gota.

Hoy sabemos que la gota tiene, además del aspecto hereditario y del importante componente metabólico (metabolismo de las purinas), una faceta inmunitaria.

Los tratamientos actuales, siempre dirigidos por especialistas (entre ellos colchicina, antagonistas de la interleucina-1, esteroides, indometacina, inhibidores de la xantina-oxidasa, dieta y tratamiento de las enfermedades concurrentes), si se utilizan correctamente, resuelven las crisis rápidamente e impiden el deterioro articular y general que ocurría en otras épocas.

96a-9.jpg