Enfermedad cardiovascular… y riesgo presidencial
Todos comentamos que la mayoría de los presidentes norteamericanos que hemos conocido y visto repetidamente en la televisión parecen envejecer, mientras están en el gobierno, a mayor velocidad que los mortales comunes. Poco tenía que ver el juvenil Bill Clinton de los primeros tiempos con el avejentado mandatario que entregó el cargo al nuevo, en ese momento, presidente Bush. ¿Y Obama? En dos años y medio ha encanecido ostensiblemente y perdido bastante de la lozanía que lo caracterizaba.Pero el deterioro no es solo externo. La hipertensión arterial, las enfermedades coronarias y los accidentes cerebrovasculares han ocurrido en los poco más de 40 presidentes norteamericanos en cifras bastante por encima de la media. Hagamos un poco de historia.
James Monroe, 5º presidente de los Estados Unidos, muere de un cuadro de insuficiencia cardiaca aguda. John Quincy Adams, 6º presidente, sobrevive al periodo presidencial, pero adicto a la política, se postula al Congreso y es electo. Muere después de un segundo accidente vascular encefálico. Su padre, John Adams, tercer presidente, es probable que haya muerto de un infarto agudo del miocardio, aunque esto no se puede afirmar con seguridad.
El 10º presidente, John Tyler, cumple su mandato, pero fallece unos años después a causa de una isquemia cerebrovascular. Millard Fillmore, el 13º, sufre un ictus del hemisferio derecho del cerebro mientras se afeitaba. Ya había dejado la Casa Blanca pero seguía implicado en las luchas partidarias.
Otro accidente cerebrovascular mató a Andrew Johnson, el 17º presidente. Chester Alan Arthur, el 21º, fue un hipertenso crónico severo que desarrolló una nefropatía con insuficiencia renal y un accidente cerebral como cuadro final. Un infarto del miocardio mata a Grover Cleveland, el 22º presidente.
El presidente número 26, Theodore Roosevelt, fallece mientras dormía: ¿arritmia, infarto, isquemia cerebral? Thomas Woodrow Wilson, el 28º, sufrió varias isquemias cerebrales, incluso con la pérdida de visión de un ojo, durante su estancia en la mansión ejecutiva, pero evitó, gracias al silencio de su esposa y sus amigos cercanos, ser sustituido. Muere dos años después por una nueva hemorragia cerebral.
El 29º, Warren G. Harding, parece haber fallecido de un ataque cardiaco con una evolución tórpida, aunque algunos historiadores plantean la posibilidad de un envenenamiento o una intoxicación por cangrejos de Alaska. La esposa no permitió una autopsia.
El caso de Franklin Delano Roosevelt, el 32º y uno de los grandes, merece un estudio aparte. Tenía un aneurisma abdominal, entre otras cosas, y muere por un ictus causado por hipertensión arterial maligna.
Fumador de 60 cigarrillos al día, Dwight D. Eisenhower, el 34º presidente, fue un muestrario de la enfermedad arterial crónica: hipertensión arterial severa, infartos al miocardio con aneurisma ventricular y al final lo mató un accidente cerebrovascular.
Y para terminar, Lyndon B. Johnson es fulminado por un tercer ataque al corazón a los 64 años. Richard Nixon y Gerald Ford murieron de accidentes cerebrovasculares y Bill Clinton ya sufrió una revascularización miocárdica. Sin duda, una profesión peligrosa.