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Historias de Navidad:

Una noche en las Ardenas

Félix J. Fojo, MD

Félix J. Fojo, MD
felixfojo@gmail.com
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La Nochebuena del año 1944 en los profundos bosques de las Ardenas, en Bélgica, fue sangrienta y gélida.

Los gajos de los árboles se partían por el peso de la nieve acumulada sobre ellos y por la dureza cristalina que producían las temperaturas extraordinariamente bajas de esa cruenta y desoladora Navidad. Hacía muchos años que no se sentía un frío semejante por aquellas tierras altas tan alejadas de las poblaciones. La desesperada ofensiva alemana, la última de aquella guerra atroz, había comenzado el 16 de diciembre a las 5 horas y 30 minutos del amanecer con una descarga cerrada de 1600 cañones que agarró desprevenidas a las divisiones norteamericanas que descansaban y se preparaban en los bosques belgas.

Los tanques Panzer germanos comenzaron a aplastar los puestos avanzados norteamericanos desde el primer momento. Pero 8 días más tarde, justo en la Nochebuena, las cosas comenzaron a ponerse muy difíciles para ellos: el frío inclemente, la falta de combustible y la creciente y feroz defensa de los americanos empezaron a sentirse y a hacer girar poco a poco hacia el otro lado la rueda de la victoria.

Y fue esa oscura noche, una inolvidable noche para ellos, cuando tres soldados rasos norteamericanos, separados del grueso de su unidad por el flujo de blindados alemanes, uno de ellos herido de gravedad, y todos a punto de morir de frío, se toparon con una casita de madera y tejas pérdida en el bosque cerrado de Hurtgen. La dueña, una mujer que no sabía qué suerte habían corrido su marido y sus hijos mayores y que vivía sola con su hijo Fritz de 12 años, les abrió la puerta y los invitó a calentarse al fuego y compartir con ella una gallina asada. En eso estaban cuando cuatro soldados alemanes, dirigidos por un sargento, tocaron rudamente a la puerta. Habían seguido las huellas de pasos y sangre de los americanos y estaban allí para detenerlos o matarlos.

La mujer abrió completamente la puerta y les dijo: “Dentro se encontrarán con mis huéspedes, que son norteamericanos”. Les señaló el interior de la humilde vivienda campesina: “Escuchadme, todos podrían ser mis hijos, ustedes y ellos, y uno está muy mal herido”. La voz de la mujer era cálida y serena. “Todos, ustedes y ellos, están hambrientos, cansados y añorando a sus familias”. Ahora le tembló un poco la voz, pero continuó impasible: “¿Por qué no se olvidan de matar una noche como esta y compartimos entre todos la gallina que está al fuego, aunque nos toque a todos poco?”.

Una vez dentro de la humilde vivienda, siguiéndola a ella, comieron, se calentaron al fuego y cantaron villancicos. Afuera, el tronar de la artillería se sentía incesante, pero dentro se hizo una extraña paz.

Al día siguiente, los cuatro alemanes ayudaron a arropar al herido y les señalaron a los americanos el camino hacia su unidad cercada. Uno de los americanos regaló una pastilla de jabón, como recuerdo, a los alemanes.

Pero lo fascinante de la historia es que 50 años después del episodio, en 1996, el hijo de aquella férrea mujer, Fritz Vincken, viajó hasta el estado de Maryland para reencontrarse personalmente con el soldado norteamericano Ralph Blank, el hombre herido de aquella difícil e inolvidable Nochebuena en las Ardenas.

(Nota de Redacción: sobre esta historia real se hizo la película Silent Night con varios actores famosos, en 2002).