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Las peripecias forenses del Dr. Harvey

Félix J. Fojo, MD

Félix J. Fojo, MD
felixfojo@gmail.com
ffojo@homeorthopedics.com

En la mañana del 17 de abril de 1955, un paciente de 76 años de edad, llamado Albert Einstein es admitido al Hospital General de Princeton, New Jersey. Está marcadamente hipotenso, presenta dolor abdominal y su estado general es grave. Con el antecedente de haber sido intervenido quirúrgicamente en 1948 para reforzar un aneurisma aórtico abdominal, el diagnóstico de rotura del mismo se hace obvio. Se le informa al enfermo la necesidad de operarle urgentemente y el paciente se niega: “No es elegante quedarse cuando es hora de irse, y lo voy a hacer con elegancia”. Con esas palabras, zanjó el asunto definitivamente.

En las primeras horas del día siguiente, 18 de abril, expiraba apaciblemente en su cama. De esta manera, sin lugar a dudas elegante, Einstein dejaba de ser el físico vivo más relevante para convertirse en el paradigma humano de la genialidad suprema y en un ícono universal.

Pero… rodeando a la grandeza también a veces encontramos la irreverencia. El patólogo de guardia en el hospital donde falleció Einstein era el Dr. Thomas Stoltz Harvey, un médico bastante extravagante y, para algunos, un poco chiflado. Su cometido forense debía limitarse a realizar una necropsia y entregar el cadáver a los familiares del finado, que procederían a cremarlo y, luego, esparcir sus cenizas en el campus de la Universidad de Princeton, cumpliendo así el deseo expreso de Einstein. Y así transcurrió todo, salvo por un detalle. El Dr. Harvey decidió que un cerebro como aquel no debía perderse para la ciencia. Lo extrajo y lo guardó en un frasco con una solución de formol, no sin antes fotografiarlo y pesarlo, lo que le deparó una sorpresa mayúscula, pues se encontró con uno que pesaba 1230 gramos, casi 170 gramos por debajo del promedio.

Einstein durante una clase en Viena, 1921 (F.Schmutzer)

Einstein durante una clase en Viena, 1921 (F.Schmutzer)

Como no era un especialista en neuroanatomía, hizo 240 cortes finos de toda la masa encefálica y fijó las láminas para que algún experto las estudiara más adelante. Andando el tiempo, cuando ya casi nadie se acordaba de tan engorroso suceso, Harvey, que trabajaba en otro hospital, retomó los 240 cortes del cerebro de Einstein, y se los envió por correo a diversos neuropatólogos norteamericanos y canadienses. Lo curioso del caso es que envió las muestras a patólogos relevantes y a otros muy poco conocidos que incluso no le hicieron ningún caso, y sin solicitar nada a cambio, ni siquiera el resultado de los estudios que pudieran efectuarse.

La realidad es, y lo sabemos gracias a un equipo de la Universidad McMaster, Canadá (que también recibió una parte de las láminas distribuidas por Harvey), que el cerebro de Einstein, exceptuando cierto exuberante crecimiento neuronal en las áreas del córtex especializadas en la música y las habilidades matemáticas, es, a la luz de los conocimientos actuales, básicamente normal.