Las peripecias forenses del Dr. Harvey
Félix J. Fojo, MD
felixfojo@gmail.com
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En las primeras horas del día siguiente, 18 de abril, expiraba apaciblemente en su cama. De esta manera, sin lugar a dudas elegante, Einstein dejaba de ser el físico vivo más relevante para convertirse en el paradigma humano de la genialidad suprema y en un ícono universal.
Pero… rodeando a la grandeza también a veces encontramos la irreverencia. El patólogo de guardia en el hospital donde falleció Einstein era el Dr. Thomas Stoltz Harvey, un médico bastante extravagante y, para algunos, un poco chiflado. Su cometido forense debía limitarse a realizar una necropsia y entregar el cadáver a los familiares del finado, que procederían a cremarlo y, luego, esparcir sus cenizas en el campus de la Universidad de Princeton, cumpliendo así el deseo expreso de Einstein. Y así transcurrió todo, salvo por un detalle. El Dr. Harvey decidió que un cerebro como aquel no debía perderse para la ciencia. Lo extrajo y lo guardó en un frasco con una solución de formol, no sin antes fotografiarlo y pesarlo, lo que le deparó una sorpresa mayúscula, pues se encontró con uno que pesaba 1230 gramos, casi 170 gramos por debajo del promedio.
Einstein durante una clase en Viena, 1921 (F.Schmutzer)
La realidad es, y lo sabemos gracias a un equipo de la Universidad McMaster, Canadá (que también recibió una parte de las láminas distribuidas por Harvey), que el cerebro de Einstein, exceptuando cierto exuberante crecimiento neuronal en las áreas del córtex especializadas en la música y las habilidades matemáticas, es, a la luz de los conocimientos actuales, básicamente normal.