Torre de marfil
Reflexionando
sobre la comida
¿Se come hoy mejor que antes?
Hoy en día, cualquier persona de clase media puede desayunar –por poner un ejemplo entre muchos posibles– tostadas de pan integral con mermelada artesanal, una omelette con espinacas y jamón serrano, yogur orgánico, arándanos y quinua, un vaso de jugo de naranja recién exprimido y un cappuccino con el mejor café y leche sin grasa y libre de lactosa. Pero, ¿podían Alejandro el Magno, Julio César, Carlos V, Napoleón Bonaparte o la Reina Victoria de Inglaterra desayunar así? Pues, ¡claro que no!
¿Se come hoy peor que antes?
Muchas veces sí. Y es lamentable porque nunca ha habido más y mejor comida a disposición de la mayoría de la población. ¿Cuántos niños y jóvenes viven a base de pizzas repletas de grasas de la peor calidad, hamburguesas de “carnes” de procedencia desconocida y refrescos que solo contienen sirope de maíz y colorantes?
¿La medicalización de la comida es algo nuevo?
Para nada. El fantasma del colesterol, el terror al sobrepeso y el conteo obsesivo de calorías son bastante nuevos, pero ya Platón, en el Gorgias contrapone y hace chocar de frente la medicina con la gastronomía. Denomina a la medicina “terapia del cuerpo” y a la gastronomía “adulación y engaño”. Ya casi ni se mencionan los 4 elementos de Galeno y sus 4 temperamentos derivados, que hemos sustituido por el culto a los aminoácidos esenciales, los minerales raros y lo orgánico. Es, y por lo visto será, la eterna guerra entre lo sano y lo sabroso.
¿La influencia de la comida del Nuevo Mundo?
Antes del descubrimiento de América la comida era algo aburrido, soso, de olores y sabores mejorados a fuerza de carísimas especias que no estaban al alcance de casi nadie. El descubrimiento fue toda una revolución: el maíz, la papa, el tomate, los picantes, el chocolate y, para rematar, el tabaco. ¿Podemos concebir la buena comida española sin el gazpacho andaluz, la gastronomía italiana sin salsa boloñesa, a los suizos sin los bombones, a los húngaros sin gulasch o a un irlandés sin papas fritas? Ni pensarlo.
¿Tiene que ver la religión con la comida?
Sí, y mucho. Los Estados Unidos fueron fundados por colonos puritanos y sin esa impronta no se entienden la falta de una gastronomía de verdad autóctona, ni aberraciones como la Ley Seca. Los católicos, por el contrario, siempre fueron mucho más permisivos con la glotonería. El glotón de los católicos no va al infierno; peca, pero venialmente. Y no olvidemos que Jesús se despidió de sus apóstoles con una cena. Y ni hablemos de las prohibiciones de los judíos y musulmanes.
¿Es la comida una forma de competencia?
Por supuesto. Los reyes, príncipes y nobles comían en sus castillos. Los pobres en sus fogones de leña (si la tenían). El burgués inventó el restaurante, justo después de la Revolución Francesa, para competir con la nobleza en decadencia. Esa ostentación, aunque limada por los apuros de la vida moderna, pervive. Visite uno de esos restaurantes de muchas estrellas con comidas raquíticas, raras, a veces mediocres y con precios estratosféricos y ya me dirá.
¿Y cómo le va a la comida étnica?
Bien… y mal. Bien porque hoy tenemos a nuestra disposición, gracias entre otras cosas a la globalización, la mejor comida tailandesa en Miami, un sushi exquisito en Bombay, una buena paella en Nueva York o un arroz mamposteado boricua en Buenos Aires. Mal, porque lo étnico ha dejado de ser realmente étnico y se ha adaptado, por necesidades económicas y de mercadeo, al medio en el que mejor se cotiza. ¿Por qué si no el mejor restaurante japonés se encuentra en Nueva York y la mejor comida peruana se ha vuelto casi impagable en Lima?
Son temas para reflexionar cuando no se tiene hambre. Pero no me haga mucho caso, y disfrute su comida. Que le aproveche.