Síndromes mentales y desastres
Es inevitable que un desastre natural de gran magnitud llegue a afectar a toda la población, sin excepciones, que vive (o que tenga estrecha relación con) en el área geográfica afectada. Las perturbaciones psicológicas que se producirán en ese grupo humano se manifiestan desde el mismo comienzo del evento catastrófico −incluso a veces bastante antes, como en el caso de los huracanes en esta época de televisión, Internet y redes sociales− y, luego, a mediano y a largo plazos.
Las respuestas iniciales automáticas de temor, pánico, ansiedad, manifestaciones vagales, paralización, huida, etc., responden a mecanismos de defensa diseñados fisiológicamente para preservar la vida (síndrome general de adaptación de Selye), lo que no quiere decir que siempre logren su objetivo. Estas formas de conducta están mediadas, a su vez, por factores genéticos, sociales y culturales, por la preexposición traumática, por el estado de salud mental previo y por muchos otros, y pueden ser paliadas o exacerbadas por el (adecuado o inadecuado) comportamiento de las autoridades, la prensa, las instituciones, entre otros medios.
Es necesario que los rescatistas y las autoridades que deben enfrentar inicialmente el evento catastrófico comprendan que están tratando con un grupo humano afectado o “enfermo”, entendiendo esta palabra en el sentido de desviación severa de la normalidad. Tampoco debe olvidarse que los rescatistas y las autoridades –por lo menos los que pertenecen a las propias áreas geográficas devastadas– también son seres humanos sometidos a una doble sobrecarga: la del evento desastroso en sí y la de la responsabilidad sobreañadida.
A mediano plazo, y dependiendo de la magnitud de las secuelas del evento catastrófico, aparecerán diversos síndromes psicológicos: trastornos disociativos y de conversión, desorientación espacial y temporal, depresiones de diversos grados, amnesias, ideaciones suicidas, manifestaciones ansiosas disímiles con componentes orgánicos, etc. La recuperación adecuada (o no) de la normalidad del funcionamiento social tiene mucho que ver con la prolongación de estos cuadros psicológicos, con su extensión, su agravamiento, la fijación posterior, o la curación de los afectados. Mientras más se extienda en el tiempo el estado de anormalidad, más secuelas biopsicosociales veremos en el futuro.
Aunque en aras de la brevedad no queremos particularizar el tema, debemos señalar, como una consideración especial e importantísima, el caso de la población infantil, la más desvalida, la más difícil de comprender, la más difícil de tratar y la que más será moldeada negativamente, quizás para siempre, por el evento catastrófico y sus secuelas.
A largo plazo (aunque se puede presentar muy precozmente), el gran enemigo es el síndrome o trastorno de estrés postraumático (TEPT), una forma de patología mental que suele asociarse a los combatientes supervivientes de conflictos bélicos, pero que, en realidad, puede afectar a cualquiera que haya sido sometido a un evento catastrófico y a sus secuelas. Luego, estrechamente relacionado con el TEPT, está el suicidio: a veces hablamos de las cifras de muertes que ocasiona un desastre de cualquier tipo y olvidando que muchos años después, cuando ya el evento catastrófico pareciera pertenecer al pasado, seguirá aún cobrando vidas.
Evitar las muertes y tratar a los heridos es la primera prioridad del manejo adecuado de un desastre natural, pero no hay que olvidar que la estabilización y el manejo temprano de los efectos mentales también salva vidas, muchas vidas, a mediano y a largo plazo.