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Torre de marfil

Thomas Hodgkin (1798-1866):

Inspector de muertos

Félix J. Fojo, MD

Félix J. Fojo, MD
felixfojo@gmail.com
ffojo@homeorthopedics.com

La enorme mayoría de los cánceres llevan el apellido del órgano en el cual surgieron: cáncer de mama, cáncer de colon, cáncer de pulmón, entre otros; pero algunos, por esos giros inesperados de la historia de la medicina, adquieren otros apellidos. Una apreciación histológica nombra el “tumor de células de avena” y otros, descritos por observadores muy agudos, han adquirido el nombre de estos investigadores: Kaposi, Burkitt, Wilms, Ewing, etc.

Hoy, nos referiremos brevemente a un hombre, polifacético y conflictivo, cuyo apellido es sinónimo de un cáncer muy conocido, el linfoma de Hodgkin, mucho más conocido que el profesor de Anatomía y conservador de especímenes que le dio apellido, sin saberlo ni pretenderlo, Thomas Hodgkin.

Hodgkin fue un hombre adelantado a su tiempo, pero con cierto mal carácter y alguna dificultad para la diplomacia. Fue una extraña mezcla de médico práctico y anatomista, destacando en ambas facetas, pero quizás por su forma de ser, o por mala suerte, no conoció en vida el reconocimiento que merecía.

En 1837, tenía el cargo de “inspector de muertos” y curador del Museo de Anatomía Mórbida del Guy’s Hospital de Londres, además de ser médico clínico en esa institución. Pero cuando aspiró, con todos los méritos, a la plaza que dejó el Dr. Addison, esta le fue negada por razones poco claras y que no tenían nada que ver con sus calificaciones sino con las luchas intestinas y de egos de la institución.

Esta decisión en su contra lo deprimió de tal forma que se alejó, parcialmente, de la medicina. Se dedicó a defender a las minorías: aborígenes africanos, nativos americanos, esclavos, judíos, etc. Con el dinero que ganó como médico de alguno que otro paciente selecto (relaciones que no siempre terminaban en buenos términos), se dedicó a viajar y terminó sus periplos en Israel, donde murió por causas no bien aclaradas y extrañas.

Hodgkin describió la apendicitis aguda, lo que no se le reconoció hasta 50 años después, detalló las características de la insuficiencia valvular aórtica y Corrigan, años después, recibió todos los méritos. Y así, como parecía ser su destino, tampoco fue reconocido ni mencionado con otros aportes.

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Pero por suerte para la historia de la medicina y sobre todo para la verdad, un médico honesto, Sir Samuel Wilks, describió, en 1856, las características de la ahora conocida enfermedad de Hodgkin; se refirió a un trabajo de 1838, en el que se mencionaba el reporte de los 6 casos, estudiados y en algunos casos tratados por Hodgkin. Solamente por la honestidad profesional de Wilks, el linfoma de Hodgkin lleva este nombre y no el de linfoma de Wilks.

Para 1865, con Hodgkin a punto de morir y sin interés por la medicina, Wilks publicó el artículo definitivo titulado “Casos de agrandamiento de ganglios linfáticos y el bazo, o enfermedad de Hodgkin, con algunos comentarios”. Así, se selló el nombre del cáncer que hoy todos conocemos.

Rindamos pues el homenaje que merece Thomas Hodgkin por su descripción de esta enfermedad, pero reconozcamos también la seriedad y al rigor científico de Wilks, que pudo haber nombrado esta patología con su apellido y muy probablemente nadie le hubiera pedido cuentas. Que así sea.